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    Lula, por ejemplo

    Publicado por Raimon Obiols | 7 Noviembre, 2010


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    “¿Qué pasa con los políticos?”, se preguntaba hace unos días Josep Maria Espinàs en un artículo. En la mayoría de los países democráticos, decía, “los líderes parece que están perdiendo confianza, prestigio, seguridad, crédito ante sus gobernados”. “Yo no soy capaz de dictaminar que los rompe. Cada uno debe de haber cometido algún error, pero parece que comparten la imposibilidad de consolidarse “, concluía Espinàs.

    Que una mala situación económica castiga a los gobiernos es conocido; con escasas excepciones, siempre ha sido así. Incluso se han hecho estudios cuantitativos del fenómeno: estudiando las elecciones de decenas de países a lo largo de 50 años, la politóloga Belén Barreiro dice que, cuando la economía se estanca, “el partido o la coalición que tiene el poder pierde, en promedio, cinco puntos porcentuales de voto “.

    Pero el fenómeno que comenta Espinàs es inquietante porque va más allá del proceso, digamos “normal”, de desgaste de los gobernantes en tiempos de crisis. La administración Obama se enfrenta a la ola impresionante del Tea Party, Sarkozy tiene el país sublevado, Angela Merkel está en caída libre en los sondeos. Es raro encontrar hoy un gobernante que se escape de esta situación.

    Hay algunas excepciones. Por ejemplo Lula. El presidente brasileño deja el cargo, tras ocho años, con más de un 80% de apoyo popular. Cuando Lula fue elegido presidente de Brasil dijo que no podía equivocarse y explicó las razones. No se podía permitir ese lujo, dijo, porque no había sido elegido “con el apoyo de los grandes canales de la televisión privada, ni gracias al apoyo del sistema financiero ni de los grandes grupos económicos”. Los partidos y coaliciones que llegan al gobierno sin disponer de estos soportes deben hilar muy fino, como tenemos ocasión de comprobar en nuestro país.

    En ocho años de presidencia, de errores, Lula ha hecho pocos. Deja su país mejor, con menos pobreza y con más empuje: un extraordinario 90% de brasileños muestra en las encuestas su confianza en un futuro mejor. Que Brasil era “el país del futuro” ya lo decía Clemenceau a principios del siglo XX, pero añadía, con sarcasmo, que “lo será siempre”. Ahora, en Brasil, este futuro se ha puesto en marcha, y en buena medida esto se debe a Lula.

    Lula ha tenido algunos errores sobre todo a la hora de hablar, pero esto es explicable. Es un orador en ejercicio permanente. Esta obsesión por comunicar de Lula no se debe únicamente a su pasado de líder sindical. Refleja una voluntad deliberada de compensar, por la vía directa, la hostilidad que le dedicaban la mayoría de los medios de comunicación. “Si me hubiera hecho pagar los discursos, sería millonario”, ha dicho en alguna ocasión. No ha tenido más remedio que hablar continuamente, justamente debido a que no tenía a favor los medios de comunicación. Ha pronunciado miles de discursos públicos, y casi nunca se ha sujetado a un papel escrito. Una pifia de vez en cuando era inevitable. Algunas son recordadas, por ejemplo cuando dijo que su madre “había nacido analfabeta”.

    Pero algunos de sus comentarios más sonados, nada políticamente correctos, yo no sé si fueron o no involuntarios. En una reunión del G-20 en Londres, en 2009, dijo que la crisis financiera había sido provocada “por el comportamiento irracional de la gente blanca de ojos azules”; y en Namibia soltó una de signo contrario: dijo que el país “no parecía africano” por que la capital era “una de las ciudades más limpias y bonitas del mundo”.

    Yo he oído a Lula quejarse amargamente, en términos irreproducibles, de las brutales acometidas que recibía de las televisiones brasileñas, sobre todo en los meses previos a las elecciones.

    En este terreno de la manipulación política de los medios hay una pista para explicar el fenómeno de descrédito de la política que apuntaba Espinàs en su artículo. Los partidos y coaliciones que no disponen de apoyos financieros y mediáticos son objeto de campañas de los medios de la derecha que, por otra parte, estimulan una creciente ofensiva, cada vez más exacerbada, contra la política en general. Creen que eso les conviene.

    En Bruselas yo no tengo acceso a los canales privados de la televisión española, y me sabe mal, porque de vez en cuando se tienen que mirar. Me dicen que en algunas tertulias están hablando de lanzar Belén Esteban a una carrera política. Afirman que es “especialmente popular” en Cataluña. “¿Qué tienen los políticos catalanes que no tenga la Esteban?”, exclaman… Todo esto puede ser ridículo, pero no es inocente en absoluto. Desprestigia la política, fomenta el cinismo difuso, hace desesperar las soluciones colectivas, estimula la lucha competitiva de “todos contra todos” y, sobre todo, hace crecer el miedo al futuro. En EEUU “periodistas y empresarios comprobaron, ya hace décadas, que el miedo creaba audiencia y el terror la disparaba”, decía hace poco un experto, David Altheide, en un diario de Barcelona. El fenómeno se ha expandido internacionalmente y ahora se está acelerando, con la crisis de los medios.

    Esta es otra pista para tratar de encontrar respuestas a la interrogación de Espinàs. Se genera una truculencia creciente en los medios. “Cuando enciendo la tele, sólo veo calamidades, y esto no ayuda a resolver ningún problema”, comentó Lula en alguna ocasión. Truculencia y obscenidad: hace unas semanas, en una gran cadena de televisión brasileña, su propietario, un señor de 78 años de rostro botox y cabellos reteñidos, empezó a sacarse billetes de banco de los bolsillos, lanzándolos al público, adulto, que se peleaba como los niños que caza confites en un bautizo.

    Lula da Silva se ha esforzado, por el contrario, a elevar el nivel de conciencia política de la sociedad. Su titánico esfuerzo comunicador se explica sobre todo por el hecho que en Brasil la manipulación mediática es brutal.

    El presidente brasileño demostró, hace ocho años, contra todos los pronósticos y las encuestas, que se podía vencer la manipulación de los poderosos.

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