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Identidades y identitarismos
Publicado por Raimon Obiols | 26 Abril, 2011
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Hay un respeto absoluto por las identidades y hay un rechazo enérgico de los identitarismos. Las identidades, personales y colectivas, son una cosa muy seria, muy sagrada. Y, precisamente por eso, hay que estar contra los identitarismos, es decir contra todo intento de opresión o instrumentalización de las identidades.
Esta cuestión política, que ha producido todo tipo de equívocos, manipulaciones y tragedias, vuelve a plantearse hoy con mucha fuerza, con la crisis de las ideologías fuertes del siglo XX y de las solidaridades que generaban.
Mucha gente, en un mundo que cambia rápidamente, tiende a sentir una nueva necesidad de comunidad, de pertenencia, de identidad. La explotación de esta demanda se expresa en una proliferación de ofertas identitaristas, que toman a menudo un carácter de impostura, de manipulación deliberada (basada en una mixticación de la memoria, en una interpretación engañosa del presente o en falsas promesas de futuro). Nacionalismos agresivos, identitarismos étnicos y fundamentalismos religiosos se disputan el terreno, con un rasgo común: la tesis absoluta que lo único que verdaderamente importa es la afirmación de una identidad singular y exclusiva (lo que Amartya Sen ha llamado “la ilusión de una identidad singular “), caiga quien caiga. Así va el mundo.
El identitarismo tiende no sólo a dar un carácter absoluto a la identidad propia, sino también a definir (y, si puede, a intentar negar o cambiar) la identidad de los otros.
Así, el identitarismo del nacionalismo español, tanto en el pasado como en el presente (véase el discurso actual del PP) ha querido definir e imponer una identidad a los catalanes: unos españoles más o menos folclóricos, vagamente regionalistas. Ha querido que cambiáramos, y eso es imposible (aunque quisiéramos, y nadie quiere cambiar su identidad). Siempre que hay tentativas de imponer una identidad a los demás se produce una reacción fulminante y potencialmente se generan conflictos que pueden llegar muy lejos (ver la tragedia vasca de los últimos decenios).
Otro ejemplo: los planteamientos identitaristas que, desde Cataluña, han querido definir los valencianos como unos catalanes del sur, han generado unos resultados notoriamente negativos. Los efectos de reacción a este identitarismo han favorecido la marcha hacia la hegemonía del PP y del nacionalismo español en el País Valenciano.
Creo que las conclusiones básicas de todo son dos: 1) las identidades personales y colectivas son realidades muy profundas, sagradas, que hay que respetar y con las que no se puede jugar, 2) los identitarismos son siempre negativos y pueden llegar a ser catastróficos.
La globalización ha generado una conectividad que en varios aspectos es contradictoria. Ha puesto en crisis la matriz nacional-estatal de las percepciones colectivas tradicionales: la certeza de que unas unidades humanas distintas y singulares prosperaban en un territorio establemente determinado, bien definido y controlado (el Estado-nación) es rápidamente cuestionada por flujos globales del dinero, de las mercancías, de las personas y, sobre todo, de la información y de las imágenes.
Todo ello cuestiona los sentimientos de identidad y pertenencia. La democracia de opinión contemporánea, que no facilita, es lo mínimo que se puede decir, la expresión de discursos complejos, de ideas de fondo, estimula en cambio los elementos de reacción sobre los de análisis y proposición, la emoción sobre la racionalidad, la comunión identitaria sobre el proyecto político.
Es un contexto que favorece las derivas identitaristas, que utilizan los sentimientos de identidad para construir mayorías instrumentalizadas a través de la impostura (es decir, el engaño y la ocultación de los objetivos verdaderos). En toda Europa vemos derivas en este sentido. También está sucediendo hoy en el campo las derechas nacionalistas, en España y Cataluña.
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